Mapa de los colores de Marruecos: el país sensorial
De entre todos los recorridos que se pueden hacer de Marruecos, el cromático es uno de los que nos provoca más emociones. En un país de contrastes como éste, en el que en un puñado de kilómetros se pasa del terreno árido a las costas, de los oasis al desierto y de las montañas a las ciudades, no es difícil trazar un mapa sensorial que nos llenará los ojos de belleza.
En un mundo que sucumbe a las tentaciones de una globalización que iguala todo y lo reduce a una tonalidad gris sin personalidad propia, Marruecos hace valer su cultura a través de la esencia de sus colores. Tonalidades que un día fascinaron a pintores como Fortuny, Matisse o Delacroix y que hoy siguen enamorando a todo el que las contempla.

Del naranja al rojo
Si tuviéramos que pintar un paisaje naranja nos dirigiríamos a Legzira, donde los atardeceres tiñen los arcos de roca arcillosa labrados por el mar. Es el mismo color anaranjado de las colinas y las casas locales, que parecen reflejar como espejos la puesta de sol del mismo color.

Y de ahí al rojo, siempre ligado a la ciudad de Marrakech, apodada “la ciudad roja” por su tierra y sus construcciones rojizas, que inspiran al intenso tinte predominante en las alfombras kilim que se exponen como un trofeo en las paredes del zoco.
También podemos observar un vibrante rojo en los cristales tintados de las lámparas de vidrio, las madejas de lana teñidas a mano, el cuero teñido de un bolso en Fez o el esmaltado de ese tajín que vende un alfarero tradicional en el zoco de Rabat.
Una tonalidad rojiza que también apreciamos en las especias que, como el azafrán y la canela, llenan de color y sabor los platos marroquíes. Y en las estribaciones meridionales del Alto Atlas, en las que podrías sentirte en Marte mientras acudes al encuentro de Aït Ben Haddou, con sus altivas torres de arcilla roja.

Del azul al verde
Si tuviéramos que elegir la ciudad más azul del mundo, probablemente ese título recaería en Chaouen, la ciudad bereber que debe sus tonalidades al establecimiento de los judíos en Marruecos. Ellos pintaron calles, escaleras, puertas y viviendas con este color en honor a su Dios. Hoy ya no hay judíos en la población, pero el azul cobalto sigue presente en cada rincón de una ciudad que sueña con ser océano.
Probablemente el azul más famoso de Marruecos sea el azul Majorelle, que debe su nombre al artista del mismo nombre, un enamorado del cielo marroquí. Pero también Essaouira es azul. Sus barcos y las puertas tras la que se esconden preciosos riads llevan este color, en contraste con el blanco.
Y si hay un color azul intenso en el imaginario popular, es el de los turbantes de los tuaregs, conocidos como los “hombres azules” por su gusto por el color índigo. Hoy son pocos los bereberes que llevan turbantes azules si no es por contentar a los turistas, pero aún así resulta imposible no imaginarse un desierto sin una caravana de camellos dominada por imponentes hombres con un turbante de este color.

Por el contrario, los verdes están presentes en cada oasis y en cada palmeral, que aparecen por sorpresa en recovecos del camino, como en la ruta entre Ouarzazate y Tinghir. Porque Marruecos es fértil, como las montañas que aparecen camino de Fez o en el cañón a lo largo del río Ziz, con bosques de cedros y paisajes que oscilan entre el verde botella y el esmeralda.
Tonalidades verdes también las encontramos en las cubas de las curtidurías y en los azulejos cerámicos del tejado de la Universidad de Al Quaraouiyine de Fez, en las puertas que dan paso a la medina de Asilah y en el té a la menta, una delicia que exige ser disfrutada sin prisas.

Del amarillo al dorado
Quien ha paseado por el desierto de Marruecos nunca podrá olvidar cómo el amarillo va transformándose en dorado a medida que avanza el sol. Es la tonalidad de Erg Chebbi, el arenal tendido al sol a las afueras de Merzouga, con sus preciosas dunas de más de 150 metros de altura, matizadas según el ángulo y el momento del día.

Amarillo anaranjado es un zumo preparado al instante en la plaza de Jemma el Fna de Marrakech y el de las puertas de latón del palacio Dar el-Makhzen en Fez. El color del azafrán marroquí cuando tiñe el arroz pilaf y la capa de miel sobre un pan cocido al horno, y el del sabor de la sal en el pueblo costero de Taghazout, cuando los últimos surfistas aprovechan los últimos rayos de sol.

Terracota y rosa
El terracota es el color de la tierra, el marrón típico de la garganta del Dades, próxima a Ouarzazate, donde sus paredes de 500 metros de altura se presentan en estado natural, sin más pretensiones. Salpican el desfiladero las casas y las mezquitas de arcilla de color terracota y también encontramos este color en los suelos de las kashbas. Un color con olor a tierra. Una tonalidad que casi podemos oler con los ojos.

Y por último, encontramos las tonalidades rosas en los atardeceres suaves de todo el país. Es el color que hace que Aït Benhaddou parezca que tiene un filtro cuando el sol se esconde por el horizonte. El de la mezquita Tinmel y el de las rosas que florecen en mayo a orillas del río Asif M’Goung, en el conocido como el Valle de las Rosas. Quien lo ha vivido nunca olvidará un atardecer rosado acompañado del embriagante aroma que envuelve la ciudad, afanada a la hora de hacer aceites embriagadores y guirnaldas para celebrar, por todo lo alto, que el valle ha vuelto a florecer.
Marruecos es el país de los mil colores. Tonalidades diferentes que hacen único cada momento y cada rincón. Una paleta que viste de personalidad propia un país en tecnicolor, donde cada gama cromática es una excusa más para visitarlo.