Tuaregs, nómadas del desierto
Actualizado el 30/06/2020
Si cada época se definiera por su mayor avance, el nuestro sería la inmediatez: toda información que busquemos la obtenemos al instante, y para obtener algo sólo tenemos que cliquear en su foto. Pero esto en ocasiones provoca una sensación de vacío, probablemente porque la realidad que nos rodea sea más estimulante que nutritiva.
En un escenario diametralmente opuesto están quienes rechazan cualquier ventaja de la civilización, pues piensan que su vida, si bien mucho más dura, es en su necesidad de un esfuerzo continuo donde se consigue la libertad y el desarrollo personal. Ellos son los tuaregs, nómadas del desierto.
Origen
Los tuaregs son un pueblo bereber del desierto del Sáhara. De espíritu nómada, su modus vivendi se basa en desplazarse en la búsqueda de recursos que puedan satisfacer sus necesidades y las del rebaño que gestionan.

A pesar de estar disgregados en pequeñas comunidades y no contar con unidad política, han llegado a poseer una estructura social muy definida y dividida en dos categorías (hombres libres y esclavos) y en diferentes clases sociales, como vasallos, artesanos, guerreros o religiosos.
Pese a que tradicionalmente se han dedicado al pastoreo, adquirieron gran relevancia durante miles de años en las grandes caravanas comerciales que cruzaban el Sáhara. Fueron los que las conducían y controlaban, gracias a su perfecto dominio de tan inhóspito terreno.
Sin embargo, la implantación de modernos medios de transporte, dos grandes sequías, las colonizaciones y el imparable progreso han provocado que su población se haya reducido drásticamente.
Una forma de vida única
La identidad tuareg siempre se ha mantenido ligada a la supervivencia: supervivencia en un entorno tan hostil como el desierto, pero que también es su hogar. Para hacer frente a las continuas amenazas del hambre y las inclemencias climatológicas disponen de dos herramientas.

Las jaimas, compuestas por un armazón de madera atirantada cubierta de telas de diferente naturaleza, como pelo de animal o alfombras. Livianas y con una estructura triangular, permiten a la misma vez dar cobijo, proteger del viento y la arena y proporcionar la movilidad necesaria para la continua búsqueda de agua y pastos.
Cada campamento posee diversas jaimas. Suele haber una más grande a modo de dormitorio común y otra más sencilla como salón. A veces levantan una pequeña construcción de adobe, para la cocina y despensa. Otros espacios posibles son parcelas para los animales y un pequeña jaima, alejada del campamento, para que los adultos disfruten de momentos de intimidad.
No obstante, su más importante capital es el ganado, sin el cual no tendrían posibilidad de subsistir. Es del ganado de donde se obtiene la leche, y es el ganado el que proporciona carne y pieles. También es el ganado el principal recurso que, en un caso de necesidad, puede ser producto de un trueque.

Estos dos elementos definen tanto el día a día como las competencias: mientras que los hombres marchan con el ganado, las mujeres permanecen en las jaimas.
Ellos exploran el terreno, buscan el pasto, inspeccionan otros pozos y acuden a los mercados cercanos. Suelen ser los que, cuando vuelven a última hora de la tarde, ordeñan al ganado. En ocasiones, pasan varios meses alejados de su familia.
Las mujeres realizan las tareas intrínsecas del hogar, como limpiar, lavar la ropa, guisar o llenar bidones de agua. A efectos prácticos, la permanencia en la vivienda deviene en una suerte de matriarcado: son las que gestionan los recursos, las que dominan la lectura y la escritura y las que deciden sobre el campamento. Son también las que se quedan con éste y con todo lo que haya en su interior en caso de divorcio.

Pero tan importante es alimentar el estómago como la mente y alma. El poco tiempo que concede una vida en continua alerta se llena con conversaciones en torno a un té, actividades grupales relacionadas con la oratoria o la música y la educación, bien recibiéndola de otro tuareg o acudiendo a pequeñas aulas dispersas por el territorio.
Viven la adopción de la religión musulmana de una forma muy personal, pues lo han hecho sin renunciar a lo que culturalmente les identificaba, como la creencia en diferentes espíritus o las manifestaciones de la naturaleza como una prueba directa de la voluntad divina, considerando el desierto casi como un ente.
Así, el Islam se integra en ellos de una manera menos evidente pero siempre presente, como una capa más de su particular visión vital. Como ejemplo, no suelen cumplir a rajatabla las cinco oraciones a lo largo del día, pero si algo bueno ha ocurrido, instintivamente toda la familia murmura un rezo agradeciéndolo. De la misma forma, cubrirse la cabeza obedece más a protegerse de la arena y el viento.

Los tuaregs en la actualidad
Los tuaregs que sobreviven hoy día lo hacen de múltiples maneras. Los que conservan esta forma de vida lo hacen en campamentos de similares características, aunque ya no es tan común que se agrupen en pequeñas poblaciones. Hay quien opta por un semi-nomadismo, alternando convivencias con su comunidad nómada y estancias en núcleos urbanos.
Si una familia decide abandonar definitivamente su nomadismo vende todos sus bienes y, una vez llegan a la ciudad, hacen gala de su instinto de supervivencia y se reconvierten aprovechando habilidades adquiridas. Suele ocurrir que el padre se dedique a la construcción.
También puede ocurrir que sólo algunos miembros decidan separarse. Lo más común es que los más pequeños, bien por iniciativa propia o bien por consejo de sus padres, pongan ahínco en su educación, con la idea de continuar con su formación una vez abandonen el campamento y conseguir así un trabajo especializado.

Y pese a que diferentes decisiones hacen inevitable la desconexión física, son los tuaregs un pueblo con un férreo sentido de la familia, forjado a base de compartir las duras condiciones a las que los somete el desierto. Es por ello que la comunicación entre todos persevera, sean cual sean las circunstancias de cada uno.
Algunas curiosidades
Nuestras anécdotas nos definen tanto como nuestros principios. Estas son algunas de las que mejor definen el mundo tuareg.
A menudo se les conoce con el sobrenombre de “los hombres azules”. Ello es debido a que para los turbantes se utiliza un colorante natural, el índigo, que tinta la piel.
Otro apodo muy utilizado es “bandoleros del desierto”, pues su papel en las rutas comerciales no se restringió a conducirlas, sino también en exigir un tributo o saquear. Incluso llegaban a atracar las mismas caravanas que previamente les habían pagado por protegerlas.

Una parte importante de su cultura la conforman los amuletos. Los más importantes tienen forma de cruces, que representan brújulas y se pasan de padres a hijos. En ese momento fraternal se suele decir esta frase: “Aquí te entrego los cuatro puntos cardinales para que te guíen en la vida, porque nunca sabemos dónde vamos a morir”.
Poseen una nada inapreciable colección de joyas que contrasta con su austero estilo de vida. Esto tiene una razón histórica que sigue teniendo validez, pues cuando eran comerciantes en ruta gracias a los artículos de lujo conseguían una gran ganancia en un reducido espacio. Hoy día es de gran utilidad poseer algo fácilmente transportable y valioso que pueda ser vendido en un caso de necesidad.
Su sentido del tiempo es tan particular que deja impronta incluso en su registro. Como suelen vivir alejados de centros urbanos, es habitual que el padre “aproveche” un viaje a la ciudad para notificar el nacimiento de varios de sus hijos, indicando una fecha aproximada e incluso al azar. Fruto de ello es que no sepan a ciencia cierta su edad (ni le den importancia).
Procesan una especial devoción por los dromedarios, sentimiento que probablemente se remonte a cuando los acompañaban en las rutas a través del desierto, utilizándolos tanto para el traslado, el transporte o beber su leche. Tal es su admiración que aseguran que si te caes de un dromedario éste se dirige a Alá para que no te hagas daño.

Finalizamos con una leyenda, popularizada gracias al muy recomendable libro «En el desierto no hay atascos» de Moussa Ag Assarid. No hay mejor forma de explicar esa relación del pueblo tuareg con el Sáhara y su compromiso con una vida de pura supervivencia.
Esta historia nació en una época en la que todos los pueblos eran nómadas en busca de tierra de asilo. Al atravesar el desierto, se presentaban ante él y decían:
– Queremos vivir en el Sahara.
– Soy muy caliente.
– No importa.
– Soy frío, muy frío.
– Tampoco importa.
– No tengo suficiente agua.
Entonces, los pueblos se retiraban en silencio. Llegaban otros pueblos, y siempre tenía lugar idéntico diálogo. Cuando el desierto evocaba el viento, el silencio o la luz, los pueblos huían. Un día, llegó un pueblo y dirigieron sus preguntas al desierto. Este les recordó todos los temores que presenta esta tierra tan hostil para la vida humana.
– Aquí hay demasiada luz.
– Tenemos nuestros turbantes.
– Hace frío.
– Tenemos nuestras gandouras.
– Casi no llueve.
– Contamos con los pozos y los odres.
– Soy un enorme silencio.
– Nos queda sitio en el corazón.
– ¿Qué esperáis de mí?
– Queremos paz.
– La tendréis.
– Y libertad.
– La tendréis.
– Y fuerza contra nuestros enemigos.
– La tendréis.
Y así se selló un pacto que aún perdura.
Infinitas gracias a Belén Serna, alicantina de nacimiento pero tuareg de espíritu, sin la cual esta entrada no hubiera sido posible.
Imágenes primera (cabecera), quinta y sexta cedidas por Arlette Olaerts.
Si quieres saber más, visita nuestra página sobre el desierto del Sáhara.
Gracias por tu aportacion y tu tiempo!
A ti por leernos, María.