Delacroix, seis meses en Marruecos y toda una vida recordándolo
El viaje iniciático de Delacroix a Marruecos duró seis meses, pero quedó grabado a fuego en su corazón y su memoria durante su vida. Lo que vio, desde el primer momento, superó su imaginación, a pesar de que Marruecos era, allá por 1832, el más occidental de los países árabes.
La oportunidad le llegó de la mano de una invitación para acompañar al conde de Mornay durante una misión diplomática del rey Luis Felipe I dirigida al sultán Moulay Abderrahman. Sin encargo de pintar cuadro alguno, Delacroix no desaprovechó la ocasión de realizar ese viaje que llevaba tanto esperando.
A pesar de tener poca experiencia viajera, ya que solo había salido de Francia para pasar una corta estancia en Inglaterra, el trayecto le llevó, inevitablemente, por Andalucía y el Estrecho. Justo enfrente se abría ante sus ojos el mundo que tantas veces había recorrido en su imaginación. “Pensé que estaba soñando. Había deseado tantas veces ver Oriente que miraba con toda la fuerza de mis ojos y apenas podía creer lo que veía”, escribía el pintor en su diario.

El impacto del viaje
Cuando llegó a Marruecos Delacroix ya era un pintor consagrado, una auténtica celebridad en Francia. Había pintado sus obras más célebres, como La libertad guiando al pueblo, La barca de Dante o La Matanza de Quíos. Al tratarse del primer pintor de su categoría en desplazarse a Oriente, su viaje tuvo una clara repercusión en otros artistas como Jena-Joseph Constant o Henri Matisse, que comenzaron a cambiar su percepción sobre Marruecos. Casi cien años después, Matisse iría a Tánger para descubrir que las tonalidades blancas, fruto de la cegadora luz marroquí, eran “exactamente como las había descrito en sus telas Delacroix”.
La mirada de Delacroix, lejos de ser prepotente, era ante todo curiosa. Todo le llamaba la atención. En los seis meses que permaneció en Marruecos rellenó varios cuadernos de viaje, todos ellos con numerosos dibujos, bocetos y apuntes. Además, compró una gran variedad de objetos tradicionales, convencido de que le servirían de inspiración a su regreso a Francia.

A su llegada a Francia, nunca fue su intención plasmar la realidad de lo que había visto, ya que no era un documentalista al uso, sino dejarse llevar por las imágenes más evocadoras, que iba dando forma gracias a su memoria y su imaginación. “Todo el mundo visible es solo un almacén de imágenes y signos a los que la imaginación concede un lugar y un valor relativos. Es una especie de alimento que uno debe digerir y transformar”, comentaba el pintor en sus diarios.
Para empaparse de la cultura local, Delacroix entró en las casas de Marruecos y habló con la gente que se encontraba a su paso. “Habría que tener 20 brazos y 48 horas al día para poder dar una idea pasable de todo esto. Estoy aturdido por completo. Soy en este momento un hombre que sueña y que ve cosas que teme se le vayan a escapar. A cada paso que doy veo escenas ya listas que darían gloria y fortuna a veinte generaciones de pintores. Lo sublime y vivo corre por las calles y te asesina con su realidad”, escribió el pintor a un amigo.

Con Marruecos en la memoria
Delacroix estuvo seis meses en Marruecos y se pasó los siguientes 30 años recordando, tal y como demuestran los numerosos cuadros de inspiración marroquí que pintó a lo largo de su vida.
El pintor retrató el estrecho de Gibraltar, la medina de Tánger, los jardines, las calles y la arquitectura islámica, jinetes a caballo camino de Meknès y numerosos cuadros de reconocido prestigio que hoy se encuentran en diferentes pinacotecas, como Boda judía en Marruecos -también conocida como Ceremonia nupcial en Tánger-, Los convulsionarios de Tánger, La caza del león, Odalisca, Árabe encasillando su caballo, La pelea de caballos árabes en una cuadra y El sultán de Marruecos, en el que aparece Mulay Abderrahman, a quien conoció en una audiencia privada.
Nunca perdió la fascinación por el país, como demuestra que en 1858 pintara Paisaje de un vado en Marruecos, actualmente en el museo Louvre de París, y cinco años antes de morir Escaramuza árabe en la montaña.

De vuelta 200 años después
La memoria del pintor francés ha vuelto a Rabat 200 años después de su viaje iniciático, a través de la exposición “Delacroix, recuerdos de un viaje a Marruecos”, que se puede ver hasta el 9 de octubre de 2021 en el Museo Mohammed VI de Arte Moderno y Contemporáneo.
Nada más entrar en la exposición, organizada por la Fundación Nacional de Museos y el Museo Nacional Eugène-Delacroix, un baúl recoge parte de los objetos que Delacroix adquirió en Marruecos y que le sirvieron de inspiración durante toda su vida de regreso a París. Instrumentos musicales, platos de cerámica, bolsos de cuero, botas, cartucheras, espadas, armas, ropa bordada y artilugios cotidianos, como un matamoscas. Todos ellos se exponen para que el público pueda sentir la fascinación que sintió el pintor francés por la cultura local.
La exposición, que ya estuvo en el Louvre en 2018, llega a Marruecos con casi dos años de retraso, por culpa de la pandemia. Y aunque algunos cuadros no han podido desplazarse, por el cambio de agendas, no ha perdido ni un ápice de interés. Junto a los objetos cotidianos del artista se pueden ver óleos, acuarelas, aguafuertes, litografías y cuadros, lo que constituye toda una evolución personal y artística, y la materialización real de un sueño cuya magia nunca dejó de surtir efecto.
Delacroix quiso conocer Oriente y lo consiguió a través de un viaje a Marruecos que marcaría su vida y su carrera, además de impactar en otros artistas de su época, tal y como demuestra la exposición que actualmente se puede ver en Rabat.